[participacion para «entre bardos y goblins»; Autor: Lord Strhad ]
El automóvil se detuvo y el detective Malone descendió de él. En el sitio se encontraba la parafernalia habitual: varias patrullas con las torretas encendidas, oficiales uniformados manteniendo alejados a los curiosos, forenses tomando muestras, algunos testigos rindiendo su declaración, un par de bomberos explicando lo que encontraron al llegar, y una ambulancia a la espera de retirar el cuerpo. Mentalmente repasó la información que recibió por la radio del despachador. Algunos transeúntes habían reportado un grito aterrador, y posteriormente se observó humo saliendo de una decrépita tienda de libros. Los primeros oficiales en la escena y el equipo de bomberos que acudieron a controlar el fuego, descubrieron con horror un cuerpo semicalcinado, y un sospechoso oculto entre los estantes. Malone supuso que se encontraba ante un robo que había salido mal; pero cuando entró y observó al hombre que custodiaban los oficiales, sintió un escalofrío que no pudo explicar.
-Yo te conozco.- le dijo el detective sin mayores rodeos.
El sujeto levantó la vista con aire de resignación, y sonrió sin humor.
-Claro que si. Me interrogó hace un par de meses.-
Malone lo observó detenidamente, y finalmente reconoció el rostro debajo de aquel hollín. “¡Dios, como ha envejecido!” pensó.
* * * *
Dos meses atrás.
Samuel Crawford depositó sus valijas frente a la puerta de la casa y pagó la tarifa acordada al taxista. Cuando esté se marchó, Samuel se dio un tiempo para estudiar la lujosa casa de dos plantas. Definitivamente a su hermano Arthur le iba bastante bien. Sonrió al pensar en él; no se veían desde hace tres años, desde cuando él se marchó para estudiar en la universidad. Se mantenían en contacto, pero el trabajo de Arthur y los deberes de Samuel los habían mantenido separados, hasta que finalmente llegaron las vacaciones y su hermano pudo hacer un espacio en su agenda.
Arthur le había advertido que quizá llegaría tarde debido a ciertos compromisos, así que Samuel no se molestó en llamar a la puerta. Siguiendo las instrucciones de su hermano, encontró una llave oculta y luego de teclear un código para desactivar la alarma, entró.
El interior de la mansión era lo que se podía esperar de la residencia de un hombre soltero y con mucho dinero. Muebles elegantes y sobrios, alfombras y cortinas costosas, diversas obras de arte en los lugares donde se podía esperar; y sin embargo se podía sentir que algo faltaba. “Carece de calor de hogar” pensó con cierta tristeza. De pronto escuchó la puerta principal y los pasos de alguien.
-¡Arthur, que gusto ver…!-
Samuel no terminó su frase y la sonrisa de su rostro se borró por completo. No se trataba de su hermano, sino de un anciano de aspecto lastimero y miserable. Delgado más allá de lo que parecía saludable, con una piel apergaminada y cubierta de manchas hepáticas, algunos mechones de cabello que se rehusaban a caer de su cráneo, desdentado, encorvado y con la mirada vidriosa. Usaba una ropa costosa, pero que obviamente había sido diseñada para alguien de mayor estatura y peso. En cuanto lo divisó, el viejo avanzó hacia él con una expresión, mezcla de dolor y esperanza, pero para el joven, había algo siniestro detrás de aquella mueca.
–¡Samuel!
-Disculpe, ¿lo conozco?
-¡Soy yo, Arthur!- le dijo entre sollozos.- Soy tu hermano, ¡y me estoy muriendo!
* * * *
Tres días antes.
Arthur colgó su teléfono celular y sonrió complacido. Esa mañana había cerrado un trato millonario y su hermano acababa de confirmar su visita el siguiente sábado; la vida no podía ser mejor. Unos instantes después, mientras caminaba a lo largo de las concurridas calles neoyorkinas, no pudo evitar pensar en lo mucho que había cambiado su vida en aquellos diez años. Después de la muerte de sus padres, debió abandonar la escuela de leyes para sostener a su hermano menor. Y sin embargo, aquel evento desafortunado se convirtió en el inicio de su buena fortuna. El hombre para el que trabajaba como archivista era un amante del arte, afición que los dos compartían. Gracias a ese hombre, Arthur aprendió las técnicas del negocio del comercio de arte, y en menos de dos años se había convertido en un exitoso mercader. Logró juntar suficiente dinero para enviar a su hermano a estudiar medicina, y comprar para sí mismo una lujosa casa cerca de Central Park. Ahora, no había ninguna celebridad en Nueva York que no acudiera a él para incrementar sus colecciones.
Dejó atrás sus recuerdos. Había llegado a su destino, una vetusta librería en el barrio de Queens. Se trataba de un pequeño local hecho de ladrillo, de una sola planta. Era una estructura vieja, quizá del siglo diecinueve o principios del veinte. Arthur pensó que de no ser por su contacto que le recomendó visitar ese lugar, jamás habría puesto un pie ahí. El interior era sombrío, apenas iluminado por una vieja bombilla eléctrica que parpadeaba ocasionalmente. Un total de doce estanterías de madera apolillada mostraban decenas de volúmenes de diversas épocas. Arthur comenzó a examinarlos uno por uno, al principio sin muchas esperanzas, pero después de unos minutos ya había localizado tres ejemplares que complacerían a sus clientes. Sin embargo, su emoción y asombro crecieron de sobremanera cuando descubrió, en el extremo más oculto de la tienda, un viejo tomo encuadernado en piel negra. El comerciante lo inspeccionó y cuidadosamente recorrió sus páginas. Recordaba haber escuchado rumores sobre su existencia, pero jamás creyó tener un ejemplar entre sus manos. Si sus sospechas eran correctas, se trataba de una copia del nefasto Tomo Negro de Alsophocus, un infame libro de magia nigromántica escrito en el siglo XVI, y que encabezó la lista de libros prohibidos por el Vaticano durante siglos, hasta que presuntamente el último ejemplar fuera quemado en 1820. Arthur colocó los cuatro ejemplares sobre el mostrador e inquirió el precio. El dueño de la librería, un anciano de aspecto desagradable, separó los tres primeros y mencionó lo que pedía por ellos, una cantidad muy razonable, considerando que Arthur fácilmente podría pedir seis o siete veces esa cantidad por cada uno. Pero para su sorpresa, se negó rotundamente a vender el Tomo Negro y lo devolvió a su sitio. Arthur en vano insistió en su deseo de adquirir el ejemplar, el viejo rechazó todas sus ofertas afirmando que jamás se separaría de él.
Molesto y algo decepcionado, el comerciante se dispuso a abandonar el local, cuando se percató de que el librero se encontraba distraído. Siguiendo un impulso, se apoderó del ejemplar y lo ocultó bajo su brazo. Arthur avanzó nervioso durante algunas cuadras, esperando escuchar en cualquier momento los gritos del viejo pidiendo ayuda y acusándolo de robo, pero eso no sucedió. Arthur tomó el primer taxi que encontró y se dirigió directamente a casa.
Excitado, hojeó los tres primeros libros. No le quedaba duda de su autenticidad, aunque de cualquier modo debería llevarlos con un experto para asegurarse de que no se trataban de unas elaboradas falsificaciones. Y entonces llegó el momento de examinar el tomo encuadernado en piel negra. Con cierta reverencia, Arthur pasó sus dedos por la cubierta, que mostraba como única marca un diamante de color sangre al centro de la misma. Se rumoraba que el ejemplar original había sido escrito por un infame nigromante, y que lo encuadernó en piel humana. Además se decía que el alma del autor había quedado atrapada dentro de sus páginas. El joven se tomó un instante, deleitándose al pensar en las elevadas cifras que pagarían algunas celebridades por ese ejemplar. Comenzó a pasar las hojas y estudió su contenido. Se trataba de una mezcla de frases en latín, alemán antiguo, y un lenguaje que no reconoció. Pero no le importaba. Trataba de llenar los espacios que no comprendía con sus propios conocimientos. Al principio se sintió ofendido por lo que leyó: juramentos hacia entidades de otros mundos, sangrientos rituales para comunicarse con seres de otros planos de existencia, pactos con demonios y maldiciones. Pero a pesar de su rechazo inicial, no dejó de leer. Pasaba una página tras otra, cada vez más y más intrigado. Y cuando finalmente cerró el libro, se sorprendió al darse cuenta que ya había amanecido.
En su fuero interno decidió que no vendería el libro. Autentico o no, lo conservaría para sí mismo, lo estudiaría y trataría de resolver sus misterios. Quizá incluso experimentaría con alguna de las formulas para ver si realmente funcionaban.
Sin siquiera mudarse de ropa, acudió puntual a su cita con el profesor Pickman, curador de la Biblioteca Metropolitana, y experto en libros antiguos. Si ese hombre declaraba que los tres volúmenes eran legítimos, ganaría una pequeña fortuna con ellos. Regresó a su hogar alrededor del medio día, y a pesar de sentirse agotado y hambriento, no resistió sentarse nuevamente y echar un nuevo vistazo al libro. Se sorprendió al descubrir que algunos de los pasajes que el día anterior le habían parecido oscuros e indescifrables, ahora los podía leer con mayor facilidad. El lenguaje desconocido, aunque no lograba recordar su origen, le parecía más familiar. Arthur se convenció de que si lograba dedicar más tiempo a la lectura, lograría traducirlo por completo y este pensamiento lo estimuló.
Nuevamente, al llegar a la última página del tomo, sus ojos se percataron de un leve rayo de luz que se filtraba por la ventana del estudio. No se trataba del ocaso, sino de un amanecer; se había vuelto a quedar despierto toda la noche, inmerso en la lectura. Se puso de pie con dificultad y tuvo que apoyarse contra la pared. Se sentía extrañamente agotado, y cada movimiento le suponía un gran esfuerzo. “Debo descansar y darme una ducha” pensó.
Como pudo llegó hasta su habitación y comenzó a desvestirse. De pronto su vista se fijó en la mano que torpemente intentaba desabotonar su camisa. Era huesuda, con principios de artritis reumatoide en sus articulaciones, y cubierta de manchas hepáticas. Asustado, corrió al baño y se miró al espejo. La imagen que se reflejaba en el cristal, no era la de Arthur Crawford, sino la de un hombre de setenta u ochenta años, con el cabello completamente cano y el rostro cubierto de arrugas.
-¿Qué demonios está sucediendo?- gritó.
De pronto, el timbre del teléfono comenzó a repiquetear. Aún en su estado de confusión, el comerciante atinó a responder. Escuchó la animosa voz de su hermano al otro extremo, informándole la hora de su llegada.
–Es perfecto, Sam.- le dijo intentando escucharse tranquilo y optimista.- Oye, escucha, debo atender un asunto personal, así que quizá llegues primero. Tengo una llave oculta en una maceta y la clave de la alarma es 20081890. Yo llegaré después, ¿de acuerdo?
Se despidió de su hermano y colgó. A continuación, recogió el libro y salió rumbo a la librería.
Durante el trayecto, Arthur sólo podía pensar que su condición se debía al hecho de haber robado el libro a su legítimo dueño. Confiaba en que el dueño aceptaría el tomo de vuelta y le ayudaría a restaurar su aspecto. Después de todo, ningún daño estaba hecho. Pero al momento de entrar, supo que algo no estaba bien. Detrás del mostrador no se encontraba el viejo librero, sino un desconocido de edad madura que distraídamente desempolvaba algunos tomos.
–¿Puedo ayudarle en algo?- inquirió en cuanto se percató de su presencia.
Por alguna razón, Arthur sintió un escalofrío al escuchar esa voz; a pesar de su tono educado, podía percibir cierto tono de crueldad en su manera de hablar.
-Busco al dueño.- respondió.
-Oh, lo siento muchísimo. Se trataba de mi abuelo, y por desgracia falleció hace tres días.
Arthur cerró los ojos y se sintió hundirse en la desesperación.
–Por favor, ¡ayúdeme!
-Quizá si me explica lo que desea, podría hacerlo.-
El mercader contó todo al librero sin omitir ningún detalle. Lloró un poco al terminar y colocó el libro sobre el mostrador. Pero lo que sucedió a continuación, fue como un balde de agua fría cayéndole en la cara. El extraño se apoderó del volumen y comenzó a reír como un maniaco.
-¡Estúpido! ¿Creías poder venir y robarme sin consecuencias?-
Arthur lo miró por unos momentos antes de comprender.
–¿Usted?
-Te advertí que jamás me separaría de él.
–Pero no hay ningún daño. Tiene el libro de regreso. ¡Por favor!…-
-¡Idiota! Has jugado con poderes más allá de tu comprensión y ahora tendrás que pagar las consecuencias. Tu crimen será mi recompensa. ¡Ai Ai Cthulhu, Ai Ai Nyarlathotep!
* * * * *
Samuel observaba con ansiedad la entrada de la vetusta librería desde la acera de enfrente. A pesar de todo lo ocurrido y lo que había averiguado, aún no encontraba el valor para ingresar. Todo aquello le parecía irreal, producto de un mal sueño.
Evocó la imagen de aquel extraño viejo en el recibidor de la casa de su hermano, hablándole con tanta familiaridad, afirmándole que se trataba de Arthur, narrándole aquella historia increíble sobre un libro maldito y su siniestro dueño. Samuel trataba de encontrar alguna lógica en lo que sucedió a continuación; el anciano se desplomó en el suelo y comenzó a jadear incontrolablemente. A pesar de ser tan sólo un estudiante, Sam supo reconocer en este hecho que el desconocido se encontraba agonizante. Ante sus ojos incrédulos el cuerpo se consumía, envejeciendo a una velocidad imposible. Por un instante, Samuel no supo cómo reaccionar; nada en su vida, ni como estudiante de medicina, lo había preparado para algo así. Por fin, tomó el teléfono y llamó al 911.
Los paramédicos llegaron en pocos minutos, pero no había nada que hacer. El cuerpo del extraño se convirtió en un montón de restos momificados. Le siguieron días de angustia y acoso. Un grupo de detectives, encabezados por un tal Malone, lo interrogaron incesantemente, tratando de descifrar lo ocurrido. Por supuesto, la historia que Samuel les contó, era imposible de creer y la policía sospechaba de algún juego sucio. Pero no había forma de confirmar que él estuviera involucrado en alguna actividad ilícita, los decanos de la universidad confirmaron su declaración y no se pudo asociar al anciano con ningún crimen. Sus dedos estaban tan deteriorados que fue imposible obtener una impresión de huellas legibles, su ADN no aparecía en CODIS, y la pérdida de su dentadura hacía imposible una comparación con algún registro. Finalmente Samuel fue puesto en libertad por no existir pruebas de un delito que perseguir.
Arthur seguía sin aparecer y su hermano decidió no regresar a la universidad hasta averiguar toda la verdad. A pesar de que su mente racional le decía que era una fantasía absurda, decidió verificar la historia que el anciano le narrara antes de morir.
Ahora, a tan sólo unos metros de distancia, Samuel dudaba si debía continuar o no. A pesar de que muchas de sus investigaciones corroboraban fragmentos del relato del viejo, una parte de él se negaba a aceptar los hechos como reales. Aspiró profundamente y se decidió. Si había ido tan lejos, debía llegar hasta el final de aquello, aunque significara renunciar a todo lo que consideraba real y cierto. A modo de darse valor, acarició un encendedor que llevaba dentro del bolsillo de su abrigo y atravesó la calle.
* * * * *
Malone terminó de escuchar el relato de Samuel Crawford y meneó la cabeza. Les indicó a los oficiales que lo retiraran y lo condujeran a la comisaria. Otro de los detectives se le aproximó a Malone.
–¿Qué opinas?
–Si cree que esa historia le funcionara en un alegato de locura, se va a llevar un chasco. Opino que intentó robar algunos libros para su hermano y el dueño lo descubrió. Crawford simplemente lo mató.
–Pues no creo que fuera tan simple.
–¿De qué estás hablando?
–Los forenses no encuentran ningún arma. De hecho, opinan que el hombre se incendió desde adentro.
Malone encaró a su compañero con una expresión escéptica.
–¿De qué demonios estás hablando? Eso es imposible.
–Entonces explica cómo un cuerpo se consume casi por completo, pero nada más sufrió daño a su alrededor.
–Quizá lo obligó a tragar gasolina.
El otro detective le sonrió de manera socarrona.
-Bueno, supongo que lo sabremos durante la autopsia.-
Su compañero se retiró y dejó a Malone con sus pensamientos. El detective volvió a examinar la escena del crimen. En realidad, sólo encontró algunas manchas oscuras donde se encontró el cadáver, lo cual no parecía posible. Entonces se le ocurrió que tal vez, por muy desagradable que pudiera parecer, Samuel había movido el cadáver. Comenzó a registrar el lugar cuidadosamente y se emocionó cuando descubrió los restos de otro incendio. Pero su alegría desapareció pronto. Se trataba de los restos carbonizados de un viejo libro encuadernado en piel. En la portada, todavía se apreciaba la imagen de un diamante de color rojizo.
Malone levantó los residuos y casi de inmediato los dejó caer, abandonando el lugar lo más rápido que pudo. Debajo del tomo carbonizado descubrió lo que en principio creyó un dibujo, aunque al examinarlo se percató que ningún pigmento había sido utilizado en las lozas del piso. Ningún artista habría sido capaz de trazar aquello: la imagen de un rostro, sufriendo de los tormentos del infierno.
FIN